La faramalla de Ramaphosa y una apremiante digresión histórica.
11 de enero de 2024, a tres meses del último pogromo.
El gobierno de Cyril Ramaphosa, militante del African National Congress (ANC), podría mejor ocuparse de los graves asuntos internos de Sudáfrica en lugar de arrogarse ante la comunidad internacional el título de faro moral contra el racismo sistémico. En la postrimería del siglo XX fue comprensible su activismo contra el ominoso apartheid sudafricano que desde la década de los años 50 instauró el National Party (NP), pero esa aventurada traslación sistémica que esgrime y le atañe a Israel con ayuda de ese paralelismo, no corresponde con la realidad estructural del conflicto israelí-palestino, lo que demuestra que su anacronismo político esconde un motivo antisemita.
El legítimo derecho a la autoprotección.
Cuestionar el derecho de Israel de proteger sus fronteras mediante la extensión de puestos extrajurisdiccionales de contención en las áreas (B) y (C ) en Judea y Samaria — un poroso territorio en litigio conocido con el nombre colonial de Cisjordania, cuyas líneas de armisticio de 1949 no son ni mucho menos líneas fronterizas — para procurar un goce mínimo de seguridad sobre los asentamientos israelíes ante la virulencia de la amenaza terrorista, es inaceptable. Recurriendo a puestos de control en los cruces exclusivos para personas (como el cruce de Erez en la frontera con Gaza y el cruce de Yalame en la frontera con Judea y Samaria) y la vigilancia permanente de sus carreteras a través de torres equipadas con cámaras HD, potentes radares, equipos infrarrojos y sensores láser. Además de vallas inteligentes, muros fronterizos, puestos de avanzada y el Sistema Arrow para neutralizar misiles guiados de mediano alcance como los cohetes Grad interceptados en el espacio aéreo entre el Líbano e Israel, pero también la Cúpula de Hierro utilizada generalmente para neutralizar cohetes Qassam de corto alcance fabricados y lanzados desde Gaza. Además de la Honda de David y un robusto sistema de inteligencia, así el pequeño país judío puede unilateralmente autoprotegerse de la endémica violencia antijudía y yihadista de grupos extremistas palestinos como Hamás y la Yihad Islámica Palestina, que, desde mucho antes de los fallidos Acuerdos de Oslo de 1993, no dan tregua y se empeñan a ultranza en destruir al Estado de Israel.
Aunque buena parte de la opinión pública internacional no entienda que una razón de las estrictas medidas de seguridad israelí en los puestos de control en estas dos áreas de Judea y Samaria — y con obviedad el espacio aéreo, marítimo y los cruces terrestres en la Franja de Gaza — se debe precisamente a la obstinada renuencia de los líderes palestinos a desradicalizar a su población y reconocer el derecho del Estado de Israel a existir, cualquier condena internacional contra Israel que emane de la incomprensión de esa intra-realidad existencial, es puro prejuicio. Es necedad e indolencia.
Contemos bien la historia. Una digresión necesaria.
Más allá de este desacierto global, la realidad es que el Estado de Israel no quiere seguirse haciendo responsable de la administración de los territorios palestinos. Egipto cesó su intención de controlar la Franja de Gaza en 1978 mediante los Acuerdos de Camp David (específicamente el Camp David I acordado entre el presidente egipcio Anwar el-Sadat y el primer ministro israelí Menájem Beguín) tras ocupar la zona durante 18 años — desde la primera guerra árabe-israelí de 1948 — en menoscabo de los árabes-palestinos. Aunque Israel recuperó el enclave costero en la guerra de 1967 para asegurarse de que la fuerza armada egipcia al mando del mariscal Abdel Amer no se reposicione más en la zona, fue hasta comienzos de la década de 1970 durante el gobierno de la primera ministra Golda Meir que se restableció el viejo asentamiento de Kfar Darom — homónimo del asentamiento judío del siglo III mencionado en el tratado talmúdico Sotah — poniendo con esto la primera piedra de los subsiguientes kibutzim en Gaza. Gracias al Fondo Nacional Judío que compró esas tierras al activista sionista Tuvia Miller de Rehovot — quien desde fines del siglo XIX cavó un pozo de agua y transformó los pantanos en un floreciente huerto de cítricos — el Movimiento HaPoel HaMizrahi lo reactivó en el verano de 1946 usando el método Jomá U’Migdal (torre y empalizada) vinculado al plan de los 11 puntos en el Néguev.
Pero entrada la década de los setenta, como expliqué, luego de que Egipto se desafanó completamente de la Franja de Gaza, esto inspiró al Estado israelí a llevar a cabo un proyecto socioeconómico de gran envergadura, que consiste en asentamientos judíos vinculados a zonas económicas en áreas estratégicas de la Franja de Gaza. El Estado de Israel nunca se imaginó que al entregar la Península del Sinaí a cambio del establecimiento de relacionales diplomáticas, Egipto se desentendería fríamente de Gaza, dejando a su suerte aquel pedazo de franja costera del que se sirvió estratégicamente durante casi dos décadas. Es así que desde la administración laborista del primer ministro Levi Eshkol, Golda Meir e Isaac Rabin hasta la línea likudista de Menájem Beguín y Ariel Sharon, decidieron sacarle provecho al enclave palestino y establecieron ahí una serie de kibutzim y moshavim a lo largo de la frontera norte de Israel con la Franja de Gaza, como los de Duguit, Elei Sinaí y Nisanit del grupo (D) y del bloque Gush Katif perteneciente al grupo (C ), ubicado cerca de la frontera de Egipto con la Franja de Gaza, situados desde el perímetro del kibutz de Morag en el sur, hasta el kibutz de Netzarim hacia el norte, ambos del grupo (A), que atravesaron el terreno del de Kfar Darom, sobre una encrucijada topográfica muy favorable sobre el wadi Nahal Gerar que, por cierto, le permitió a este kibutz algunas ventajas estratégicas. Pero más allá del nivel de desarrollo de cada uno de los grupos de asentamientos, es importante resaltar que sin el entusiasmo de muchas familias judías que se establecieron ahí, no hubiese sido posible el desenvolvimiento de toda esa zona como núcleos agroexportadores tan rentables que generaron buenos ingresos fiscales al Estado israelí y crearon puestos de trabajo per cápita para los árabes-palestinos.
Pero finalmente por cuestiones existenciales y compromisos de paz, todas las casas de los kibutzim y moshavim fueron demolidas en el verano del 2005 bajo la administración del primer ministro Ariel Sharon, a raíz de lo establecido en la cuarta Conferencia de Herzliya celebrada en 2003.
Desconexión exitosa.
Hasta mediados de agosto del 2005 Israel logró librarse de Gaza en menos de una semana — mucho menos de lo pronosticado — desmantelando los 21 asentamientos judíos. La agridulce operación de desarraigo llevada a cabo por unidades mixtas compuesta por miembros de la guardia fronteriza, la policía civil de Israel, las FDI y numerosas brigadas de reservistas comandadas por el general Gershon Hacohen, priorizó los 17 asentamientos del bloque de Gush Katif. Pero al fragor de la misión los tres grupos (A), (C ) y (D) con más de 8,000 judíos fueron simultáneamente removidos en un tiempo récord, incluido los emplazamientos militares, escuelas y clínicas, aunque no hicieron esfuerzo por trasladar algunos de los sitios arqueológicos judíos del siglo VI, como la antigua Sinagoga de Gaza construida en el año 508 d. C. que albergó en su interior el piso de mosaico del Rey David elaborado durante el dominio bizantino. Es decir, que remover esta colosal obra no estaba al mismo nivel de prioridad que la urgente necesidad del desarraigo civil, ya que eso implicaría muchos recursos y mucho más tiempo. Pero parte del mosaico, sobre todo donde aparece la figura del Rey David ataviado con una túnica tocando una lira, ya había sido removido en 1967 por el Departamento de Antigüedades de Israel. La antigua sinagoga de Gaza, conocida como Sinagoga de Maiumas, es una verdadera joya de la antigüedad judía que precede 126 años a la colonización arabo-musulmana que implantó el Califato Rashidun en el año 634 d. C. sobre el Levante Mediterráneo, con una antigüedad de más de 10 siglos. Aunque el mosaico fue deliberadamente roto por los árabes-palestinos un año antes de la guerra de 1967 durante la ocupación egipcia, poco después de que la Revista Orientalia divulgara su descubrimiento en 1966, actualmente una fracción de la pieza arqueológica se encuentra a salvo en un museo de Israel.
Es verdad que estos últimos judíos de Gaza — ya que, como pudimos apreciar, siempre hubieron judíos en Gaza, incluso, mucho antes de la llegada de los árabes musulmanes en el siglo VII d. C. — demolieron sus propias casas de habitación y sus cementerios en contra de la milenaria tradición judía de que un cementerio judío es un bet olam o beit almin y debe ser inamovible para la eternidad, pero bajo estas circunstancias se vieron obligados a exhumar de las tumbas los restos de sus muertos y trasladarlos a Israel para que no sean profanados por los árabes-palestinos. No obstante dejaron intactas las estructuras de hormigón de las sinagogas, así como las industrias con sus respectivas infraestructuras físicas, insumos y activos comerciales ya establecidos para que los árabes-palestinos de Gaza los aprovechen y prosperen económicamente sin la dirección israelí. Entre estas inversiones israelíes estaba la industria de viveros, cuya producción hortícola ascendía a los 100 millones de dólares, así como las granjas lecheras y la próspera agroindustria convencional y orgánica que representó más del 13% de las exportaciones agrícolas de Israel.
Pero para que las tecnologías digitales de los invernaderos, la ingeniería láctica, los sistemas computarizados de irrigación, tales como el riego por goteo, se queden en los complejos industriales, fue necesario realizar una compensación simbólica por la transferencia tecnológica. En vista de la buena voluntad de Israel de retirarse de la Franja de Gaza con base en lo acordado en los Acuerdos de Oslo, la comunidad internacional, mediante la Organización para la Cooperación Económica, compró las infraestructuras físicas de los invernaderos y los transfirió a la Autoridad Nacional Palestina (ANP) para que esta entidad palestina se haga responsable de la administración. Pero para afianzar esta transferencia de tecnología, algunos empresarios y filántropos judíos de la diáspora como los estadounidenses Lester Crown y Leonard Stern, el australiano James Wolfensohn y el canadiense Mortimer Zuckerman, donaron miles de millones de dólares de sus bolsillos para costear la tecnología israelí con el único fin de que ese diversificado modelo de negocio de la Franja de Gaza no interrumpa su desarrollo ahora que será gestionado bajo la dirección de las autoridades palestinas. Esto demuestra que Israel hizo todo lo que pudo para que los árabes-palestinos de la Franja de Gaza prosperen y avancen en la creación de su propio Estado, no solamente traspasando recursos, tecnología y activos, sino también suministrándoles energía, combustible y agua.
Sin embargo, incomprensiblemente todo ese capital fue destruido por hordas de árabes-palestinos que se abalanzaron sobre los negocios, saquearon las materias primas, sacrificaron el ganado y desmantelaron buena parte de las infraestructuras al poco tiempo de haberse ido la última unidad de las brigadas con los últimos autobuses y camiones de mudanza.
Desconexión inconclusa.
A raíz del Septiembre Negro en 1970, el rey Hussein I de Jordania comprendió que lo mejor era renunciar totalmente a la administración de Judea y Samaria (Cisjordania) — que ocupó tras la primera guerra árabe-israelí desde 1948 a 1967 en detrimento de los árabes-palestinos — al considerarla un polvorín atestado de extremistas que amenazan la seguridad interna y estabilidad del Reino Hachemita. El magnífico subterfugio del rey hachemí para zafarse de la región fue su presunto apoyo a la causa palestina para que los árabes-palestinos asentados al interior de Jordania se trasladen al lado (Cis) — que en realidad ha estado ahí desde el Plan de Partición de la ONU de 1947 — para que constituyan su propio país en la parte noroeste de Jordania y en la costa oeste del mar muerto. Entre más lejos, mejor. Luego de expulsar a la OLP al Líbano ese mes de septiembre de 1970, el 31 de julio de 1988 le otorga la soberanía de facto de Cisjordania, aún bajo aseguramiento marcial israelí tras la lucha defensiva que libró Israel en 1967 contra el ejército jordano al mando del general egipcio Abdul Munim Riad. Aunque fue en el año 1994 que el Rey Hussein I de Jordania y el primer ministro israelí Isaac Rabin firmaron un convenio formal mediante el Acuerdo Wadi Araba, fue desde la década anterior que se gestó tácitamente una colaboración bilateral para contener el terrorismo palestino que amenaza a ambos Estados.
Pero hasta el día de hoy Israel solamente ha conseguido desembarazarse plenamente de la administración civil y militar del área (A) y parcialmente del área (B) mediante el desmantelamiento de los asentamientos de Kadim, Ganim, Hómesh y Sa-Nur, conservando únicamente puestos militares israelíes en el área (B) pero sin concretar (hasta la fecha) la disolución de la administración civil israelí ni del gobierno militar israelí del área (C ).
La especial situación de esta última área (C ) no es por falta de voluntad del Estado de Israel, sino por la ausencia de compromiso de los líderes políticos “moderados” de la Autoridad Nacional Palestina (ANP) bajo la influencia del presidente palestino Mahmud Abás, quien, al no confirmar si asiente o no la hoja de ruta (mecanismo de realineación o intercambio de territorios del 2008) con base en lo estipulado en el Plan de Convergencia del 2006 y en el marco de la Conferencia de Annapolis del 2007, dilatan cualquier acuerdo de paz. Pero ese patrón es episódico en el liderazgo palestino, ya que desde el Plan de Partición de la Comisión Peel en 1937 hasta el Plan de Partición de la ONU en 1947, desde la proclama del Estado de Israel en 1948 hasta la Conferencia de Paz de Madrid en 1991, desde los Acuerdos de Oslo de 1993 hasta el Acuerdo de Wye River de 1998, desde el Camp David II del 2000 hasta la Cumbre de Taba del 2001, desde la Conferencia de Annapolis del 2007 hasta el Plan de Realineación del 2008, ha sido recurrente (Taqiyya) cuando tratan alguna tregua o pacto (Utna) con actores judíos bajo el auspicio de políticos supuestamente infieles (Kafir) o bajo el amparo de países occidentales que presuntamente son parte de la Yahilíyyah. Según Gabriel Ben-Tasgal, experto en Hasbará en Hatzad Hasheni, estas son prácticas habituales con los no musulmanes. Si no rechazan la oferta o el acuerdo, lo eluden hasta que les convenga. ¿Pero hasta cuándo les convendrá?
La última oferta israelí de 2007 (Annapolis) y 2008 (Realineación o SWAP) no solamente incluye más del 90% de las tierras en disputa basadas en un regreso a las líneas de armisticio de 1949 — conocidas como fronteras anteriores a 1967 — sino también la construcción de una autopista de cuatro carriles exclusiva y segura para árabes-palestinos que atravesará territorio israelí para comunicar Cisjordania con la Franja de Gaza, estableciendo así el Estado palestino. Pero este último estancamiento se debe, en buena medida, a la presión que ejercen sobre la ANP las facciones extremistas palestinas como Hamás que no quieren una solución secular de dos Estados. Estos insisten en destruir al Estado de Israel para instaurar una “solución islámica” mediante un califato desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Así lo dice sin rodeos la constitución de dicha organización.
Por esa razón, es evidente que este es un conflicto eminentemente religioso — no es únicamente territorial — ¡Porque si fuese exclusivamente territorial ya se hubiese resuelto hace mucho! Más de cinco ofertas, acuerdos fallidos y hojas de ruta sin compromisos firmes por parte del liderazgo palestino, es demasiado. A comienzos de enero del 2024 en una entrevista para Radio COPE, Fleur Hassan-Nahoum, vicealcaldesa de Jerusalén expresó: “En un mundo de sueño y teorético, todos queremos dos Estados. Porque Israel no quiere controlar ni hacerse cargo ni tener responsabilidad de los palestinos. ¿Pero con quién exactamente vamos a hacer la paz?. No solo eso, que la indoctrinación, el lavado de cerebro es tal que ellos (los líderes árabe-palestinos) no le están diciendo: un día vamos a tener la paz. Ellos están diciendo: si hacemos algo, un arreglo con esta gente (con los judíos israelíes) es para avanzar, para echarlos eventualmente. Eso es lo que ellos les dicen a su gente.”
El control migratorio no es apartheid.
Por eso Israel no puede permitirse la migración palestina irregular en su territorio. Mucho menos un retorno desregulado de aquellos 750.000 refugiados árabes-palestinos que sufrieron la Nakba de 1948 durante la primera guerra declarada por los ejércitos árabes al proclamado Estado de Israel, quienes, siguiendo los ademanes del Alto Comité Árabe (ACA) a cargo del ruin mufti de Jerusalén, Amin al-Husayni, con ayuda de férreos panarabistas de la Liga Árabe como el egipcio Azzam Pasha, el libanés Fawzi Al Qawuqji y el jordano Hasan Salama, conminaron a los árabes-palestinos a abandonar sus tierras y propiedades por dos razones estratégicas:
Razones nacionalistas. Para que las comunidades árabes dentro de la incipiente nación política israelí no adopten la nacionalidad israelí o que no aspiren a reconocer la soberanía del nuevo Estado judío sobre sus tierras. Aunque se estima que 150.000 de los 900.000 árabes-palestinos descendientes de los atávicos árabes y beduinos de Arabia que se asentaron en la región Palestina entre los siglos VII y XIX, por diversas circunstancias se sometieron a la administración militar israelí entre 1948 y 1949 obteniendo cuatro años después la ciudadanía israelí en 1952. Transcurrida la Batalla de Haifa en 1948 y tras la asunción de la nacionalidad israelí por parte de los árabes hefaenses (cristianos y musulmanes), la ciudad portuaria de Haifa es hoy un referente de coexistencia pacífica entre árabes israelíes y judíos israelíes. El caso de los beduinos Al-Tirabin en el desierto del Néguev y los Drusos de Daliat-el-Carmel, también son antitéticos del chasco que se llevó el Alto Comité Árabe.
Razones logísticas y demográficas. Para que el avance de las milicias árabes concentren con precisión sus ataques contra objetivos civiles y militares judíos. También para que no queden bajo el fuego cruzado, de lo contrario esto podría desencadenar bajas colaterales de la población civil árabe-palestina afectando a su índice poblacional. Aunque el caso de la comunidad árabe de Deir Yassin es una excepción al llamamiento del Alto Comité Árabe a replegarse, ilustra bien las enconadas circunstancias de los civiles árabes-palestinos que se debatían entre aceptar la nueva soberanía judía sobre sus aldeas o rechazarla mediante la ausencia temporal o la resistencia armada.
Algo similar ocurrió en 1967 cuando el presidente egipcio Abdel Nasser, líder panarabista de la República Árabe Unida (RAU), junto a férreos panarabistas como el jordano Zuheir Mohsen y el libanés Ahmad Shukeiri, invitan a los civiles árabes-palestinos de los campos de refugiados bajo control de los países árabes adyacentes — desde el Ain al-Hilweh en Líbano, el de Yarmouk en Siria, el Wehdat en Jordania hasta el de Rafah en Egipto — a que eventualmente repueblen el este y todo el oeste del valle del Jordán, una vez que la coalición árabe compuesta por Egipto, Jordania, Siria e Irak, se haya asegurado de aniquilar a todos los judíos desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo. Pero después de la Guerra de los Seis Días ocurrió todo lo contrario. Los países árabes perdieron la guerra por segunda vez, provocando la Naksa de 1967 o segundo éxodo árabe-palestino. Sin entrar en detalle, más de 100.000 árabes-palestinos de Judea y Samaria (Cisjordania) fueron desplazados en 1967 hacia el interior de Jordania y expulsados de Jordania tres años después durante los sucesos del Septiembre Negro.
Como podemos notar, después de 75 años la abominable misión genocida contra los judíos-israelíes no se ha cumplido — aunque la cuenta regresiva del reloj en la Plaza Palestina en Teherán deposita su expectativa hasta el 2040 — y aquellos 750.000 refugiados árabes-palestinos de 1948, aunado a los nuevos refugiados árabes-palestinos de 1967, desde entonces se han multiplicado. Pero lo más grave es la radicalización de las generaciones posteriores que aún siguen preceptos seculares como “los tres no” de la Resolución de Jartum de 1967, así como anacrónicos preceptos canónicos como el Pacto de Omar del año 637 del siglo VII que considera el Eretz Yisra’el de los judíos un Dar al-Islam de los musulmanes, conjugando así una mancuerna ideológica explosiva.
Así y todo, el problema de la radicalización de muchos árabes-palestinos, que adoctrinados con el extremismo islámico o el antisemitismo agresivo, cometen actos terroristas dentro de Israel, es una constante para el sistema de seguridad israelí. Desde suicidas que se inmolan en espacios públicos con artefactos explosivos atados a sus cuerpos o miembros de células terroristas infiltradas en núcleos de población israelí que disparan a mansalva contra civiles inermes, han hecho mella en la conciencia israelí desde la primera y segunda intifada. Recientemente, desde 2015 con la Intifada de los Cuchillos en Jerusalén han surgido lobos solitarios que matan judíos inocentes a sangre fría, así como nuevos grupos armados compuesto por niños y adolescentes árabes-palestinos como La Guarida de los Leones, disidente de Hamás y Al-Fatah en el norte de Judea y Samaria.
Por mucho que Israel ya ha intentado retirar unilateralmente sus líneas defensivas de las áreas (B) y (C ) para que la Autoridad Nacional Palestina se haga responsable de los asuntos securitivos, la incompetencia de la ANP solamente prolonga la presencia militar israelí. Naturalmente que estas transferencias de atribuciones van acompañadas con otras cuestiones estructurales. Por ejemplo, el principio de intercambio de territorios propuesto por el primer ministro Ehud Olmert a Mahmud Abás en 2008, con el que Israel y los territorios en disputa se compensan mutuamente — mediante permutas territoriales — bloques de asentamientos dentro de las áreas en cuestión, conlleva el reacomodo de las posiciones militares israelíes únicamente sobre los bloques que Israel se anexa. En cuanto a los bloques que se anexa Judea y Samaria la competencia en seguridad le corresponderá a la Policía Civil Palestina, tal como sucede en el área (A).
Aun cuando la Operación Escudo Defensivo y la Operación Sendero de la Determinación audazmente emprendidas en 2002 por el ministro de defensa Shaul Mofaz y comandadas por el general Yitzhak Gershon, abonaron al resobado lenguaje de la ocupación, como podemos apreciar: las verdaderas razones fueron otras. El balance de las dos operaciones permitió contener la violencia extremista durante un tiempo hasta encontrar en 2007 una nueva hoja de ruta que conduzca a la paz. Resulta paradójico que teniendo capacidad pero no la intención, el Estado Israel se encuentre en esta encrucijada “ocupacionista” desde que la genocida Coalición Árabe empezó la guerra — y por segunda vez la perdió — entre el 5 y 10 de junio de 1967. Pues, en ese entonces, por obvias cuestiones de seguridad, el ministro de defensa Moshé Dayán y el jefe del Estado mayor, Yitzhak Rabin, a pesar de la reticencia del primer ministro Levi Eshkol, tuvieron que extender contingentes israelíes a la Península del Sinaí, la Franja de Gaza, Cisjordania (Judea y Samaria) y a los Altos del Golán con la intención de llevar a cabo una negociación tripartita con dichos países árabes bajo el principio de territorios a cambio de paz.
El especial caso de los Altos del Golán no parece tener remedio mientras no se desradicalice la región siria fronteriza con Israel, pues, es una meseta muy estratégica para Israel, ya que todos los kibutzim, los moshavim y los asentamientos drusos bajo protección de los emplazamientos militares israelíes dentro del Consejo Regional del Golán, en el Distrito Norte, evitan que las tropas sirias (pero también grupos armados irregulares palestinos, chiitas, salafistas o wahabitas) vuelvan a reposicionarse desde sus alturas para atacar asentamientos y ciudades israelíes, principalmente en la Alta Galilea y la Baja Galilea, tal como impunemente lo hizo el Ejército Árabe Sirio (EAS) junto a grupos guerrilleros palestinos desde 1948 hasta 1967. Además, esta medida de contención sirve para que los extremistas no intenten nuevamente secar o salinizar el Lago Tiberíades, como cuando Siria, apoyada por la Liga Árabe, trató desde 1964 a 1967 de desviar las aguas del río Hasbani y el río Banias, respectivamente, hacia el lado jordano y sirio del río Yarmuk, para concentrar el mayor volumen de estos afluentes mediante una serie de represas e impedir que la Mekorot, la primera compañía del agua en Israel, construya el titánico proyecto HaMovil Ha’Artzi con el que Israel finalmente logró el abastecimiento interno de agua para la irrigación agrícola, reforestar el árido sur del país, combatir la desertificación y garantizar el suministro urbano de agua corriente. Aunque hoy existen alternativas innovadoras como la central desalinizadora Sorek, cerca de Tel Aviv y la planta de Wint Water Inteligence en Rosh HaAyin, que producen agua dulce mediante la desalación del agua de mar, en las primeras décadas del nacimiento del Estado israelí la misión del Acueducto Nacional de Israel fue crucial para la sobrevivencia del país. Pero tras la guerra civil siria en 2011 cuesta creer que exista pronto alguna solución, sobre todo porque la resolución 497 de 1981 está plagada de ingenuidad, pues, podría pasar lo que sucedió con la resolución 1701 de 2006, que presionó el retiro de Israel del sur del Líbano, pero los extremistas chiitas de Hezbollah — en lugar de replegarse al norte del río Litani, como fue acordado — avanzaron hacia el sur donde a sus anchas crearon infraestructuras terroristas frente a la vista y paciencia de las fuerzas provisionales de la ONU, puestas ahí por conducto de la resolución 425 de 1978. Vale recordar que esta resolución fue aprobada en marzo de ese año en cuanto Israel desplegó su contingente defensivo en el sur del Líbano, luego de que un grupo armado proveniente de ese país compuesto por 11 árabes-palestinos de la OLP al mando de Dalal Mughrabi, asesinaran a la fotoperiodista Gail Rubin en el kibutz Ma’agan Michael y secuestraran un autobús israelí en la autopista costera II, entre Tel Aviv y Haifa, matando a más de treinta pasajeros israelíes, de los que casi la mitad fueron niños israelíes.
Aunque el Estado de Israel bien pudo conservar la Franja de Gaza, Judea y Samaria y los territorios norteños de Galilea (incluida la reunificación de Jerusalén, donde se encuentran los restos del Templo de Salomón, el Templo de Herodes, la Ciudad de David y el Monte Sion) como sus legítimas posesiones por ser territorios ancestrales judíos desde hace más de 3000 años, apostó a la coexistencia pacífica con los árabes ocupantes tras conminar a los ejércitos de Egipto, Jordania y Siria a deponer las armas a cambio de negociar la tenencia de los territorios en litigio y establecer relaciones de cooperación para el desarrollo social, económico y en cuestiones estratégicas y de seguridad. Aunque con Egipto y Jordania se lograron promisorios avances en la cooperación bilateral, con Siria y Líbano aún sigue siendo un lastre.
Ocupación colonial árabe en Palestina, la Tierra de Israel.
Cuando hablamos de árabes ocupantes del Levante Mediterráneo es preciso referirnos a tres momentos históricos de ocupación colonial que a partir de la segunda mitad del siglo XX pudieron contribuir a la etnogénesis árabe-palestina en la región Palestina. Más allá de que el gentilicio palestino aplicó a todos los grupos étnicos y confesionales que habitaron esta región geográfica, fueron los árabes-musulmanes y una minoría árabe-cristiana, quienes después de 1948 — a raíz del nacimiento de jure del Estado de Israel, pero con mayor tesón a partir de 1967 — se adjudicaron de facto esta denominación histórica, al ser literalmente los únicos árabes de Palestina. Notoriamente sabido es que a partir de 1948 los judíos pasaron de ser judíos-palestinos a ser judíos-israelíes, del mismo modo los árabes (salvo los que se fueron al fragor de la Nakba), beduinos, drusos, circasianos, asirios, arameos, coptos y armenios dentro de la soberanía de Israel, obtuvieron la ciudadanía israelí. Hoy los únicos que se adjudican este gentilicio post-colonial romano-británico son los árabes de los denominados ‘territorios palestinos’.
Enclavada entre el río Jordán y el mar Mediterráneo, esta región histórica fue siempre tierra ancestral judía desde hace cientos años — recordemos el Reino de Judá (Judea) en el sur y el Reino de Israel (Samaria) en el norte durante la Edad de Hierro — hasta que en el año 70 del siglo I el emperador romano Tito destruyó el Segundo Templo judío de Jerusalén (importante centro religioso del Reino de Judea) desencadenando con ello el primer exilio de los judíos. Siguiendo este ideario genocida contra la nación judía, en el año 131 del siglo II el emperador romano Adriano le cambió el nombre de Jerusalén a Aelia Capitolina, pero cuatro años más tarde, tras sofocar la última rebelión judía liderada por Shimón bar Kojba en el año 135, en represalia le cambió el nombre de Provincia de Judea a Provincia Palestina, pretendiendo deliberadamente borrar cualquier toponimia indígena judía. Pero para lograrlo, no solamente suplanta el nombre nativo por otro nombre espurio — a posta de una suerte de alusión a la matriz grecolatina — como el mote de un antiguo pueblo prehelénico del mar Egeo, originario de Creta, que en el siglo XII a.C. se asentó durante un tiempo en la actual Franja de Gaza: los Filisteos (Philistæus, en latín) relatados en la Tanaj como Pəlištīm, que en hebreo significa invasores.
Finalmente, valiéndose de la Damnatio Memoriae (condena de la memoria), sentencia con efectos jurídicos tradicionalmente aplicada contra enemigos del Estado, el Senado Romano dicta esta condena contra la única nación milenaria acreedora de esta región y, contra todo pronóstico, procede a establecer una colonia grecorromana en Aelia Capitolina. Pero, sabiendo la belígera resistencia que el pueblo indígena judío podría oponer, se asegura de que no regresen a Palestina. Técnicamente es el comienzo del tercer destierro después del infligido por los Asirios y Babilonios, respectivamente, pero la particularidad bajo los Romanos es que aplican el ostracismo y la prohibición del retorno. Por otra parte, vale aclarar que los árabes aún no estaban presentes en el Reino de Israel (Samaria) ni en el Reino de Judá (Judea), mucho menos en la Provincia de Judea cuando ocurrió el exilio de los judíos en el año 70 y el año 135 bajo el Imperio Romano. Los árabes aparecen en la región siglos después del control de Palestina bajo la impronta colonial del Imperio Romano, Bizantino y Sasánida.
1 — Primera oleada.
Sin embargo, la primera colonización árabe pre-islámica en Palestina se dio en la segunda mitad del siglo III durante el auge del Imperio de Palmira en Siria, aún sujeto al Imperio Romano. Bajo la égida de Zenobia — última reina de la dinastía nabatea, cuyo abolengo arameo y árabe de la tribu homónima, destacó en asentamientos como Petra — el efímero dominio de Palmira contó bajo su administración con vastas tierras de la medialuna fértil (desde el Levante Mediterráneo, toda Palestina, parte de Egipto y Anatolia hasta la Arabia Pétrea) destinadas a la producción de cereales gracias a la buena gestión de sus pozos y acuíferos, lo que atrajo de tanto en tanto a miles de nómadas árabes. Contradiciendo la vieja ley de no sembrar cereales, plantar árboles o crear asentamientos fijos, las circunstancias orillaron a miles de estos beduinos de Arabia a convertirse en apareceros en las explotaciones de trigo, cebada o centeno que, en aquel tiempo, cubrieron con creces el suministro de granos para el Imperio Romano, aprovechando el viejo sistema árabe de las rutas caravaneras.
2 — Segunda oleada.
Por más florecientes que hayan sido las caravanas comerciales de Arabia que en su paso por el Reino de Judea (Palestina) en el siglo VII a.C. transportaban óleo de ricino y goma tragacanto hasta la Costa del Levante bajo la égida del Imperio Asirio, las intenciones de aquellos beduinos mercaderes eran puramente comerciales, de modo que no tenían deseos de establecerse en la región. Pero ese no fue el caso de los beduinos de Arabia del siglo III d.C. durante el Imperio de Palmira en Siria, ya que por medio del dominio de este reino muchos se sedentarizaron en toda la región, principalmente como trabajadores cerealeros y olivareros. Pero es la pujante expansión árabe-musulmana que se desenvuelve desde la primera mitad del siglo VII d.C. durante el establecimiento del Califato Rashidun — cuyos califas ortodoxos construyeron las mezquitas Domo de la Roca y Al-Aqsa sobre las ruinas del Primer Templo y Segundo Templo judío en Jerusalén — la que favoreció que aconteciera una segunda colonización árabe mucho más significativa por su nueva identidad religiosa (el Islam) que ejecutó prácticas de dominio colonial por la deliberada subyugación infligida hacia los judíos y cristianos (incluyendo otras confesiones nativas) de todo el Levante Mediterráneo, Palestina, Egipto, Siria y Mesopotamia bajo la jurisprudencia islámica (Fiqh) mediante las Leyes de Omar que favorecieron a los árabes musulmanes en distintas áreas de influencia política, comercial y económica en menoscabo de los Dhimmis (Gentes del Libro).
Esto podría ilustrar por qué hasta el día de hoy los pueblos indígenas y confesiones preexistentes de casi todos los países de Medio Oriente y de todo el Norte de África son invisibilizados tras la preeminencia arabo-musulmana que se arraigó en todas esas geografías desde el siglo VII d.C. Actualmente los indígenas Kurdos (cuyo territorio ancestral se encuentra cercenado entre Irak, Siria, Irán y Turquía) y los Amaziges del Sahara Occidental ocupada por Marruecos — salvo los Amaziges del resto del Magreb y el Máshrek — tienen mayor visibilidad internacional por sus singulares luchas por la autodeterminación. Aun cuando el genocidio perpetrado por ISIS contra los Yazidí del norte de Irak capturó la atención mundial en 2014, la situación de este grupo etno-religioso no es más favorable que la de los Asirios de Irak, los Maronitas del Líbano, los Coptos de Egipto, los Siríacos de Siria, los Mandeos de Jordania, los Alevíes de Turquía, los Zoroastros de Irán — sin mencionar a los grupos animistas subsaharianos nilotas de Sudán — u otros grupos minoritarios que practican el Bahaísmo, el Drusismo, el Sufismo, el Ahmadismo y el Yazdanismo en esa encrucijada bi-continental predominantemente sunita y chiíta, respectivamente.
Casualidad no es que en el único país de Oriente Medio donde coexisten próspera y pacíficamente una buena parte de ese crisol grupos étnicos y multiconfesionales junto al judaísmo sea Israel. En la ciudad de Haifa se encuentra el Centro Mundial Bahaí. La Iglesia Ortodoxa Griega está ubicada en el barrio de Wadi Nisnas y la mayoría de los cultos Drusos (Helwas) se encuentran en la localidad de Daliat-el Carmel, mientras que los cultos Hámadi están en la localidad de Kababir. Los Samaritanos se ubican en la localidad de Nevé-Pinjás y la comunidad Circasiana (tanto animista khabzism y sunita) en las localidades de Kfar Kama y Rehaniya. En Jerusalén se encuentra el Patriarcado Armenio, la Sinagoga Caraíta, la Iglesia Siria ortodoxa y la Arquidiócesis Copta ortodoxa.
3 — Tercera oleada.
La tercera transmigración árabe acontece en la primera mitad del siglo XIX bajo la égida del valí egipcio Ibrahim Bajá, quien con sus campañas militares le plantó cara a la hegemonía del Imperio Otomano. Tras establecer su dominio desde el Levante Mediterráneo, toda Palestina y Sudán hasta la Península del Peloponeso, controló grandes extensiones de tierras (wilāya) e impulsó modernas reformas en la agricultura que atrajeron a miles de trabajadores agrícolas de varios territorios árabe-musulmanes del Golfo Pérsico/Arábigo, Norte de África y de Medio Oriente, principalmente de Egipto, para faenar organizados entorno al sistema de parentesco tradicional (Hamula) con el que cada una de las tribus genealógicamente se identifica en las expansivas plantaciones de cereales, tabaco, algodón, viña, morera, olivos, etc. y que perdura hasta hoy en día en Judea y Samaria (Cisjordania) y en la Franja de Gaza. Pero una vez que el valí egipcio capitula ante los otomanos a fines de la primera mitad del siglo XIX, esos inmigrantes árabes que llegaron a faenar se quedarán laborando para las explotaciones agrícolas en Palestina bajo control del Imperio Otomano.
Finalizando la primera guerra mundial — y ya puesto en marcha el Acuerdo Sykes-Picot firmado en 1916 — esas generaciones de árabes inmigrados ya forman parte de la fuerza de trabajo en la industria agrícola, pero también en la industria hidrocarburífera. La destilación de crudo bombeado a través del Oleoducto Mosul-Haifa y refinado en la Consolidated Oil Refineries, con sede en el Puerto de Haifa, requería una generosa cartera de trabajadores. Por esa razón, desde 1920 bajo la esfera de influencia británica mediante el Mandato Británico de Palestina, cuando en 1934 la Iraq Petroleum Company finalizó la construcción del oleoducto, miles de obreros árabes fueron contratados para trabajar en el mantenimiento y logística de las tuberías — que atravesando Jordania — bombeaban el petróleo desde el yacimiento de Baba Gurgur en el Kirkuk, Irak. Aunque el oleoducto fue blanco de ataques durante la Revuelta Árabe de Palestina instigada por el Alto Comité Árabe (ACA) entre 1936 y 1939, la industria operó hasta 1948.
Como podemos apreciar, estos tres acontecimientos favorecieron el movimiento de tres grandes oleadas migratorias de población con abolengo de la península arábiga que sin duda, por su larga data, determinan el transitorio arraigo de una amplia comunidad árabe sobre esta extensa región multinacional llena de contrastes, incluyendo toda la tierra nativa-originaria judía de la antigüedad (la otrora Provincia de Judea o Palestina). Pero el regreso de las últimas generaciones de la diáspora judía a la tierra ancestral hebrea — a través de la autodeterminación sionista que desde el siglo XIX aviva la aspiración de una patria nacional judía — no es muy comprendida en su mito fundacional, historicidad ni en su habitud ontológico. Después de más de 2000 años de antisemitismo, forzados éxodos, intentos de exterminio y dos grandes exilios sufridos en el siglo I y el siglo II bajo el flagelo del Imperio Romano que los dispersó por gran parte del mundo, hoy la historia confronta a estos dos pueblos: a los indígenas judíos de la Tierra de Israel que reclaman su derecho a la autodeterminación frente a los indígenas de Arabia que conquistaron, ocuparon y colonizaron en el siglo VII el territorio milenario de sus ancestros judeo-israelitas del otrora Reino de Judea e Israel.
Es decir, que después de dos milenios la etiología política del actual pueblo judío-israelí sigue siendo la descolonización de la Tierra de Israel y su derecho a existir como nación histórica y política. Pero, a diferencia del resto de países de la región, el movimiento por la descolonización del pueblo judío favorece la coexistencia igualitaria de todos los grupos étnicos y confesiones en la Tierra de Israel, prueba fehaciente de que la autodeterminación del Estado-nación judío es la única expresión democrática en el Medio Oriente.
75 años luchando por la seguridad del Estado israelí.
Pese a que desde los inicios de la primera guerra árabe-israelí en 1948 (o guerra de la independencia israelí) el naciente Estado de Israel pudo recuperar el Monte Sion para asegurar rutas estratégicas y defender el barrio judío de Yemin Moshe (hasta el armisticio de 1949) mediante el despliegue de la brigada Har’el dirigida por el comandante Yitzhak Rabin — que junto a la Operación Najshón ejecutada por la brigada Guivati a cargo del oficial Shimón Avidán bajo la égida del presidente de la Agencia Judía, David Ben-Gurión — fueron parte integral del Plan Dalet, la completa reunificación de Jerusalén se dio hasta 1967. Desde entonces, después del establecimiento de las líneas de armisticio en 1949, el avance defensivo de Israel sobre estas líneas en 1967 y la subsecuente aparición del nacionalismo árabe-palestino armado, la necesidad existencial de proteger un reducto de 135 asentamientos del área (C ) en Judea y Samaria, siendo un extenso territorio donde se encuentra el 80% de los espacios sagrados judíos de la antigüedad — a excepción de la Tumba de los Patriarcas ubicada en Hebrón y la Tumba de Raquel ubicada en Belén, ambas en el área (A) — así como lugares de gran importancia histórica y sitios arqueológicos Asmoneos y Herodianos, no es viable permitirse experimentos transferenciales del sistema de seguridad sin un compromiso bilateral firme que procure la protección de la comunidad judía y su patrimonio material e inmaterial.
Basta asomarse a la tensa atmósfera que se vive entre los sectores H1 y H2 en Hebrón para que los judíos puedan acceder con seguridad a los mausoleos de los patriarcas y matriarcas. Desde mucho antes de las dos intifadas, cientos de incautos judíos religiosos que residen en el sector que hoy conocemos como H2 dentro del área (C ), adyacente al sector H1 en el área (A), no cejan en su empeño de coexistir entre miles de árabes-palestinos para estar cerca de la tumba de Abraham, Isaac, Jacob; Sara, Rebeca y Lea, apelando a una suerte de “ciudadanía palestina” dentro de Cisjordania, algo así como lo hacen 21.4% de árabes dentro de Israel que gozan de los mismos derechos y obligaciones que los judíos. Pero lo cierto es que la ANP no puede asegurarle a la comunidad judía de Hebrón ese estatus de “residente permanente” dentro de Cisjordania porque, además de la precaria situación institucional, la Policía Civil Palestina, administrada por la ANP, es incapaz de contener el virulento antisemitismo de los árabes-palestinos que se niegan a convivir con judíos en Hebrón, quienes siguen el típico modelo de limpieza étnica del área (A), donde después del desarraigo de los asentamientos judíos de Sa-Nur, Ganim y Kadim, no reside ahí ni una sola familia judía. Aunque el ingreso de los judíos al Monte Ebal ubicado en la actual Nablus (otrora Shjem) dentro del área (B), donde se encuentra el antiguo asentamiento de Siquem — uno de los primeros poblados israelitas con un gran valor fundacional — aún esté asegurado únicamente por la administración militar israelí, no quiere decir que no existan tensiones. Pero, como es patente, para Israel las vidas judías, su memoria histórica, religiosa y espiritual, importan. Y mucho.
Por todo esto vale recordar cómo Yasser Arafat, fundador de Al-Fatah, falló en ese sentido al no tomarse en serio los compromisos en materia de seguridad contraídos en los Acuerdos de Oslo y en el Acuerdo de El Cairo de 1994. Algunos de estos compromisos fue que la ANP procurará que ninguna organización armada opere en Judea y Samaria ni en la Franja de Gaza. Tampoco que ninguna organización será habilitada para poseer, importar o introducir armas de fuego o municiones, salvo la Policía Civil Palestina en coordinación con las fuerzas de seguridad israelí. En todo eso faltó a su palabra. Pero uno de los compromisos claves en los que falló garrafalmente el icónico líder de la OLP, fue en su ambigüedad en la cooperación con la inteligencia israelí para capturar terroristas palestinos dentro de Judea y Samaria y en la Franja de Gaza. La neutralización de Yahya Ayyash en 1996 y la condena de Hamdi Quran en 2001 se llevaron a cabo unilateralmente sin cooperación palestina, a pesar de lo pactado en los Acuerdos de Oslo entre 1993 y 1995. Fortuito no es que una de las razones, entre otras, por las que en 2005 se puso en marcha el Plan de Desconexión en Gaza, fue precisamente por la inviabilidad del sistema de seguridad israelí en ese enclave. Era defensivamente insostenible sin apoyo bilateral.
Por eso, prueba de las razonables medidas preventivas en Judea y Samaria es justamente el actual mecanismo de checkpoints en las áreas (B) y (C ) y el meticuloso control migratorio en los cruces exclusivos para movimiento de personas que los férreos detractores de Israel tachan de segregacionista.
Disponer de una regulación burocrática mediante ministerios como la COGAT y el CLA que otorga permisos a árabes-palestinos para que ingresen legalmente al país por diferentes motivos: recibir asistencia médica especializada, por asuntos culturales, profesionales o deportivos, realizar estudios o para ser contratados laboralmente dentro del territorio israelí, es una facultad soberana de cualquier país democrático para garantizar la estabilidad social y seguridad interna. Pero poner esto en entredicho es negarle el derecho a Israel a existir, a tener soberanía y a garantizar la seguridad de la heterogénea población de todo el país: judíos-israelíes, árabes-israelíes, armenios-israelíes, beduinos-israelíes, circasianos-israelíes, etc. Peor aún es señalar que este legítimo derecho es un odioso sistema de “apartheid” simplemente porque Israel es un Estado-nación consagrado con su propio marco jurídico, ordenamiento territorial, defensa y normativas de coexistencia. ¿No es esto antisemitismo? Oh, bueno, ¿Nada más es antisionismo? — ¡Pues es lo mismo! — Negarle el derecho al pueblo judío a tener sus propias instituciones es pretender limitar sus derechos, su autoafirmación como nación política.
El cohete que entraña el deseo genocida de Jáybar.
Sabido es que por obvias amenazas existenciales, desde el año 2007 (dos años después del exitoso Plan de Desconexión en Gaza de 2005), haciendo uso del derecho internacional humanitario mediante los Convenios de Ginebra y el Manual de San Remo, la Knéset, la legislación israelí, se vio obligada a aprobar atribuciones y competencias, junto con Egipto, sobre la fiscalización aduanera en el paso de Kerem Shalom — canalizando ahí mismo el movimiento comercial del paso de Karni — únicamente para asegurarse de que los brazos extremistas palestinos (Hamás, principalmente) que ese año tomó el control absoluto sobre Gaza, no ingrese ciertas materias primas que puedan usarse para la elaboración de todo tipo de artefactos explosivos. Desde misiles, lanzacohetes, morteros, manipular componentes nucleares, formular insumos para el bioterrorismo o manufacturar dispositivos electrónicos para fabricar drones suicidas o drones no tripulados que puedan arrojar explosivos — como los que fueron utilizados el pasado 7 de octubre para dañar el sistema automático de los cañones centinela RWCS Samson instalados sobre dos torres Sentry Tech (conocidas como Roeh-Yoreh), ubicadas sobre las vallas perimetrales que separan los limítrofes de Gaza con los kibutzim Be’eri y Kfar Aza en el sur de Israel — así como el ingreso irregular de arsenales de armas procedentes de países enemigos de Israel.
Recordemos el buque Klos-C proveniente de Irán capturado por las FDI sobre el mar rojo en 2014 antes de desembarcar su alijo de municiones: 181 granadas de mortero y aproximadamente 400.000 proyectiles calibre 7,62 en el Puerto Said de Egipto, si acaso atravesaba expedito el Canal de Suez o quizá de contrabando por tierra desde el Sinaí del Sur hasta el cruce fronterizo de Kerem Shalom, eludiendo antes cualquier revisión en los Estrechos de Tirán. ¿y los túneles ilegales bajo la línea fronteriza de la Ruta Philadelphia entre Gaza y Egipto? Sí, también. Pero cuando la inteligencia israelí se enteró que el carguero salió desde el Puerto iraní de Bandar Abbás, en el Estrecho de Ormuz, rumbo al Puerto de Umm Qasr en el sureste de Irak para rellenar el compartimento con cargamento civil para finalmente dirigirse al Puerto Sudán en el noreste de Sudán, descubrieron algo más.
Una vez capturado y guiado por un convoy naval de las FDI hacia el Puerto de Eilat a través del Golfo de Aqaba, se descubrió que entre el mamparo del carguero Klos-C habían contenedores con cuarenta cohetes Khaibar-1 de largo alcance (conocidos como M-302) de fabricación siria que iban a ser disparados desde Gaza con dirección hacia ciudades alejadas como Tel Aviv, Haifa, Acre, Beit She’an, Afula, Eilat e incluso Jerusalén.
Con un alcance de más de 100 Km en relación a los cohetes Grad, el Khaibar-1 dispone de municiones de racimo con una carga de apenas 150 kilogramos que lo hace capaz de alcanzar objetivos a grandes distancias. El cohete hace alusión a Jáybar, el único asentamiento judío de la antigüedad situado en un oasis a 95 Km de Medina en Arabia Saudita que fue violentamente conquistado y ocupado por Mahoma en el año 629 del siglo VII. Pero gracias a la audacia de la Operación Full Disclosure durante el mandato del ministro de defensa Moshé Yalón, la perversa misión genocida fue frustrada. Pues, al final resultó que todo el arsenal camuflado bajo materiales de construcción — principalmente sacos de cemento portland — no pudo ser transportado por tierra desde Sudán hasta la Península del Sinaí para introducirlos a Gaza con la ayuda de túneles clandestinos, ni tampoco por agua sobre el mar mediterráneo con destino final en el Puerto de Gaza.
Aunque esto signifique atribuirse extraterritorialmente la vigilancia del espacio aéreo y marítimo de Gaza, dichas competencias no son ilegales ni exclusivas de Israel y de Egipto. Basta asomarse a la política fronteriza de Jordania sobre los linderos compartidos con Judea y Samaria (Cisjordania) especialmente el puesto de control del Puente Rey Hussein/Allenby y los otros dos cruces bajo control binacional entre Jordania e Israel con base en lo establecido en el Tratado de Wadi Araba en 1994.
Pero en el argot antisionista esta medida preventiva de seguridad sobre Gaza no es expresión de un legítimo sistema defensivo, sino un “bloqueo inhumano” o “bloqueo ilegal” exclusivo de Israel. Es un “genocidio” dicen, contra los gazatíes civiles — solapando a los desalmados gazatíes radicalizados que haciendo uso de su poder utilizan como escudo disuasorio a los propios gazatíes civiles — quienes, en su Carta Fundacional, abiertamente declaran intenciones genocidas contra los judíos civiles y no civiles de Israel. ¡Pero qué ironía! ¿Qué pasaría si un día Israel descuida sus fronteras y baja la guardia? Sí, eso mismo.
‘Entonces, los judíos se esconderán detrás de las rocas y los árboles, y éstos últimos gritarán: ‘¡Oh musulmán!, un judío se esconde detrás de mí, ven a matarlo.’ (Artículo 7, Carta Fundacional de Hamás).
Dudula & Dubul’ ibhunu: escollos del neoapartheid sudafricano.
Curiosamente la virulenta xenofobia promovida por la Operación Dudula, al mando de la activista chovinista Nhlanhla Lux, que desde hace unos años opera al margen de la ley en importantes ciudades fronterizas de Sudáfrica, no es tildada por el gobierno sudafricano como una suerte de segregacionismo intra-subsahariano. Esta singular intra-segregación sesgada por el tribalismo doméstico y transfronterizo, fomenta la violencia contra migrantes étnicamente diversos provenientes de países como Namibia, Zimbabue, Botswana, Lesoto, Swazilandia y Mozambique — e incluso inmigrantes de Madagascar que no lograron el derecho de suelo en el archipiélago francés de Mayotte — que se atreven a cruzar irregularmente (e incluso legalmente) las porosas fronteras sudafricanas para establecerse preferiblemente en las zonas urbanas en busca de oportunidades laborales, al parecer no es un asunto que le importe mucho al partido que encarna la tesitura anti-apartheid. Además de este apremiante pendiente, bien podría ocuparse de la grave tentativa de genocidio contra los Boers a manos de hordas radicales seguidoras de Julius Malema, líder del Economic Freedom Fighters (EFF), quien sin tapujos desenfunda en multitudinarios mítines el eslogan genocida “Kill the Boer. The Farmer” basado en la vieja consigna zulú (Dubul’ ibhunu), esgrimida al fragor de la lucha por la democracia multirracial en la Sudáfrica bajo la égida del nacionalismo afrikáner del NP.
Pero desde 1992 con la disolución de la política de segregación racial cristalizada en el viejo sistema de enclaves tribales, la situación de Sudáfrica ha dado giros interesantes. Según el Coeficiente de Gini, las ciudades más importantes de Sudáfrica, como el Cabo, Pretoria, Durban y Johannesburgo, siguen teniendo índices de desigualdad socioeconómica y segregación racial considerable en las urbes. Esta discriminación étnica entraña dos tipologías: una es claramente pigmentocrática (entre blancos — y no blancos: negros y origen asiático) y la otra es de tipo tribal (propiamente entre negros subsaharianos). Aunque se estima que a nivel del país la mitad del poder económico sigue en manos de una minoría blanca granjera dedicada a actividades agropecuarias, el aumento exponencial de una nueva élite negra urbana compuesta por jóvenes profesionales de las finanzas y los mercados bursátiles — pero también proveniente del tráfico de influencias, la distendida burocracia, el nepotismo, el tribalismo y la corrupción política — se empalma con el creciente empobrecimiento de una emergente población blanca urbana descendiente de aquellos colonos neerlandeses y británicos que alguna vez fueron privilegiados bajo el viejo sistema. Esta desigualdad socioeconómica sostenida sobre la base de la meritocracia, resalta la brecha de una nueva segregación urbana constituida por asentamientos paupérrimos de negros y campamentos ilegales de blancos mucho más pobres como el Coronation Park, en la periferia de Johannesburgo, frente al emergente crecimiento de una minoría negra que cada vez concentra en su poder la mayoría de los empleos per cápita, prerrogativas crediticias, vínculos con cámaras empresariales, mejor acceso a políticas asistenciales y a ocupaciones destacadas en instituciones estatales. Pero esa equidad por la que luchó la mancuerna de Klerk (NP) y Mandela (ANC) parece desmoronarse cuando las anacrónicas tentativas de venganza racial contra los blancos pudientes aún anida en los corazones de numerosos grupos negros radicalizados, sin obviar las históricas rivalidades tribales entre la población negra de abolengo Zulú y Xhosa.
Para hacernos una idea amplia, la composición urbana de las principales ciudades sudafricanas no está exenta de aquellos viejos conflictos intertribales del siglo XIX y acentuados en el XX que, en lugar de sanar y fortalecer la solidaridad entre la población negra, solamente acentúa la brecha entre quienes tienen y quienes no tienen acceso a los servicios básicos como la electricidad y el agua, las obras públicas, el acceso a la justicia y la seguridad, al ascenso social y a las oportunidades laborales. Todo esto al soslayo de la clase política de Pretoria. Mucha tela para cortar.
Pero al hacer la faramalleada ante la Corte Internacional de Justicia (CIJ) tras acusar convenencieramente al Estado de Israel con epítetos de “genocida” y otros calificativos de moda como “limpieza étnica” o “apartheid”, esperar un poco de autocrítica de este bodrio, es mucho pedir. Pues, al traspolar un contexto sobre otro contexto completamente distinto aplicando la fórmula del primero, nada más implanta prejuicios que adulteran la realidad del segundo. Su fin no es encontrar la verdad ni juzgar la realidad, sino distorsionarla. Es una cuestión política, no es una apelación moral.
¿Será que este político sudafricano no ha leído las Leyes Fundamentales del Estado de Israel y la Carta Fundacional de Hamás, como para no enterarse de quien verdaderamente tiene intenciones genocidas, discriminatorias y segregacionistas? ¿Será por esto por lo que su equipo legal desconoce que los Árabes, Judíos, Beduinos, Arameos, Circasianos y Armenios dentro de Israel (tanto Musulmanes, Drusos, Ahmadíes, Bahaíes y Cristianos en todas sus vertientes) gozan de plenos derechos ciudadanos, tal como lo establecen las leyes fundamentales de Israel?
Asumamos que sí ha leído ambas, pero su misión claramente responde a poderosos intereses políticos y no a motivaciones humanistas. Al confiar ciegamente en los datos que brindan entidades reguladas bajo una organización extremista, no hay lugar a dudas de que su faramalla no es nada más irresponsable, sino también perniciosa por parte de su equipo de expertos, cuya finalidad es nada menos que dañar la imagen de Israel usando la plataforma de la CIJ, vinculada a la ONU, misma que en 1975 declaró el “sionismo como una forma de racismo” cuando el ex-nazi Kurt Waldheim aún era secretario general de dicho organismo.
¿Pero por qué Cyril Ramaphosa no interpela al Gobierno de Sudán, que desde hace años sigue promoviendo el desplazamiento forzado de pueblos subsaharianos nilóticos de Darfur a manos de las milicias árabes Yanyauid?
Sudán fue uno de los países que, junto a Marruecos (y otros 17 más de la Liga Árabe), desafortunadamente patrocinó la resolución 3379 de la Asamblea General de la ONU en 1975, con la que con gran desacierto equiparan al sionismo (el derecho de autodeterminación del pueblo judío) con el racismo. Aunque esta injusta resolución fue anulada mediante la resolución 4686 en 1991, ya el daño fue hecho. En cambio, aquel eslogan genocida (من النهر إلى البحر) traducido en inglés “From the River to the Sea” compuesto en las viñetas de los editoriales egipcios junto a canciones interpuestas que invitan a degollar judíos, aún no es prohibido en ninguna de las legislaciones del mundo. Ahmad Shukeiri, presidente de la OLP, fue el artífice de la frase “todos los judíos al mar” azuzada en el preludio de la Guerra de los Seis Días por el presidente egipcio Abdel Nasser, con la que alentó a los ejércitos árabes de la región a consumar literalmente la purga de la población judía desde el río Jordán hasta el mar Mediterráneo.
Actualmente estos lemas que hacen apología al exterminio de judíos, son coreados en incautas manifestaciones pro-palestina. En fin.
Alegato antisemita, lapsus yihadista y western explain.
Haciendo uso de un chapucero alegato de 84 páginas plagado de truculento tecnicismo — claramente sesgado por el filtro de la culpa colonial de occidente — el equipo legal sudafricano no tiene reparo en condenar al pueblo judío de Israel a su total indefensión de cara a la amenaza yihadista, especialmente del ala fundamentalista palestina, como si el joven Estado judío no tuviera suficiente con la amenaza de sus vecinos, desde los chiitas radicalizados del Líbano — incluyendo los proxy chií de Irán en Siria, Irak y Yemen — hasta los reductos de suní-salafistas armados que pululan toda la región vinculados a la Hermandad Musulmana. Pero, con un agravante ausente en el reciente genocidio Yazidí perpetrado en el norte de Irak a manos del autoproclamado Estado Islámico en 2014: el antisemitismo.
¿Los expertos sudafricanos desconocen la grave dimensión de la cuestión como para pretender minar la seguridad civil de Israel mediante un cese total de sus operaciones militares en Gaza? ¿El extremismo armado que asola a casi todos los países del Sahel no es suficiente prueba de la exponencial amenaza del fundamentalismo militante?
En países de la Costa Occidental como Nigeria, Mali en el Sahel y Mozambique en la Costa Oriental, actualmente operan tres células insidiosas que no dan tregua a las minorías tribales y confesionales de esos territorios. Los extremistas de Boko Haram, por ejemplo, han cometido crímenes de guerra con claras intenciones genocidas contra comunidades cristianas del norte de Nigeria. Aunque células dentro de la MUYAO no lograron consumar un genocidio cultural de corte iconoclasta con la destrucción de centenarios Mausoleos de Tombuctú al norte de Mali, sus militantes siguen activos en toda esa región. Paradójicamente los gobiernos del Sahel se encuentran desprotegidos ante la retirada parcial de contingentes militares de antiguas potencias coloniales, pero lo más preocupante es que al no contar con herramientas adecuadas para desradicalizar la región, el problema del extremismo parece lejos de resolverse. Por esa razón no sorprende que Al-Shabaab cobre tanta fuerza en el Cuerno de África. Los ataques que desde 2019 infligen los comandos de esta organización terrorista contra diversas comunidades de Mozambique demuestra la virulencia de la hidra yihadista en el África Subsahariana.
Pero parece que estas cuestiones no son prioridad para este equipo sudafricano defensor de los derechos humanos. Y, que mal, porque quitar el dedo del renglón en Gaza significa otorgarle a la milicia yihadista palestina un margen de maniobra para reposicionarse, tal como lo está haciendo actualmente el ISIS en el norte de Siria luego de ser contenido (pero no erradicado) por los peshmerga kurdos de las YPJ/YPG entre 2017 y 2019. Aunque en el sur el campo de refugiados palestinos de Yarmouk, después de la masacre de los árabes-palestinos insurgentes entre 2011 y 2012 a manos del Ejército Árabe Sirio (EAS) bajo órdenes del presidente chií Bashar al-Ásad — a pesar de la mediación del vicepresidente suní Farouq al-Sharaa — este suceso desencadenó la eventual ocupación de la zona por parte de la organización suní-salafista de ISIS y la organización suní-wahabita del Frente Al-Nursa entre 2014 y 2016. Al día de hoy esta gobernación siria fronteriza con los Altos del Golán (meseta de contención asegurada por Israel desde 1967), tiene una complejidad no muy distinta a la del norte que sirve de referencia entorno al reposicionamiento del radicalismo islámico en un contexto de pugnas interconfesionales e intertribales. Hoy en día Yarmouk sigue sitiada por reductos armados de tendencia sunita (salafistas & wahabitas) y chiita (chií paramilitares & chií-alauitas del gobierno) incluidas las distintas tribus árabe-palestinas sunitas disidentes y de la facción progubernamental como el FPLP-CG y Fatah Al-Intifada, respectivamente. Es tan conflictiva la región que ni siquiera la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Próximo (UNRWA) puede distribuir ayuda humanitaria con eficacia.
Por esa razón, retroceder mediante un cese al fuego en Gaza sin aún liberar a los 137 secuestrados israelíes, podría ser un grave error con consecuencias humanitarias aún peores. ¿o es que los expertos sudafricanos conocen cómo funciona la ideología yihadista como para otorgarle un voto confianza? Lo peor es que sí lo saben. Pero es la mirada occidental sobre el conflicto palestino-israelí la que permea en el proceder de los expertos sudafricanos, al eludir el lenguaje del Medio Oriente — no muy distinto al lenguaje del África Subsahariana — donde el uso de la fuerza es imperativo para contener el extremismo islámico. Pero en este entreacto (sorteando el cortapisa de los Acuerdos de Abraham), haciendo uso de su cuota de influencia ante la comunidad internacional mediante la instrumentalización del petróleo como arma diplomática, una abrumadora facción antitética a Israel dentro de la Liga Árabe, es la que se reserva el derecho de atosigar con doble cuño la lectura occidental (derechos humanos, solución de dos Estados, marco jurídico internacional humanitario, etc.) únicamente para ganar réditos tácticos a favor de una ideología extremista contraria a nuestros valores liberales y derechos fundamentales — aunque abiertamente enarbolada por los jerarcas palestinos afincados en Turquía y Qatar con apoyo expreso del chiismo persa de Irán y el salafismo árabe de la Hermandad Musulmana — en menoscabo del subyugado pueblo árabe-palestino de Gaza.
Aunque con los Acuerdos de Abraham firmados en septiembre del 2020, países árabes del Golfo Arábigo como Arabia Saudita, Bahréin, Omán y Emiratos Árabes, pero también del Norte de África — curiosamente Sudán y Marruecos — establecieron relaciones diplomáticas con Israel, la mayoría dentro de la Liga Árabe son sinuosamente islamistas, abiertamente antiisraelíes y no escatiman su capacidad de veto para empujar resoluciones contra el Estado judío.
Por eso la explicación occidental es insostenible, porque no esclarece el genuino deseo de los islamistas palestinos, que es la negativa a aceptar un Estado judío en Oriente Medio al considerar al judaísmo una religión anulada en razón de la cual, la Tierra de Israel no es más que una conquista del Islam desde el siglo VII. Según Gabriel Ben-Tasgal, desde la visión yihadista palestina, Israel ocupa tierra islámica (Dar El-Islam) y por tanto, es herencia eterna del Islam (Waqf El-Islamiyah) desde que fue establecida como provincia islámica (Yund Filastin) dentro del País del Cham (Bilād ash-Shām).
La centralidad no es la tierra, el territorio, recursos naturales o un presunto “Estado” palestino. La cuestión es esencialmente disponer de los recursos críticos y armamentísticos para poner por obra la yihad — con la ayuda de los petrodólares chií y suní del Golfo Pérsico/Arábigo — y consumar el sometimiento del judío israelí bajo el estatus de dhimmi dentro de un califato islámico desde el río jordán hasta el mar mediterráneo. Por increíble que parezca, esto la ONU lo sabe por el fomento a los manuales de texto explícitos que la UNRWA facilita en las escuelas de Gaza bajo control de Hamás.
Por eso no resulta extraño que el gobierno sudafricano no juzgue el flagrante “racismo” ni “limpieza étnica” o “genocidio” infligido por los beduinos árabes Baggara en contra de las etnias nilóticas subsaharianas Zaghawa, Fur y Masalit que practican el animismo y el cristianismo (a pesar de que algunos practican el islam, pero no son árabes) en el oeste de Sudán. Tampoco sorprende que guarde silencio ante la deliberada “ocupación colonial” de Marruecos sobre el Sahara Occidental, menos aún que ni siquiera denuncie la situación de los refugiados Amaziges saharaui confinados por el ejército marroquí en los campamentos de Tinduf en Argelia.
Si omite algo así en su propio continente es porque es un asunto político y no escatimo los adjetivos al enfatizar que los cuatro calificativos que entrecomillo párrafos arriba sí corresponden con la realidad estructural de Marruecos y de Sudán. No es una tautología completamente despojada del significado original de esos calificativos compuestos en la trillada narrativa pro-palestina desde 1967. Curiosamente en la elaboración de ese relato sí se han puesto de acuerdo todas las tribus árabe-palestinas hegemónicas de Judea y Samaria (Cisjordania) y de la Franja de Gaza — representadas en partidos como Hamás y Al-Fatah — para tapar sus propias pugnas intra-tribales, usando como sucedáneo expiatorio al supuesto enemigo común. Pero el genocidio en Darfur y la ocupación colonial del Sahara Occidental no necesita inventarse calificativos vaciados de contenido o significantes pretenciosos ni mucho menos incendiarios adjetivos para que nos revelen sus incuestionables realidades.
Tampoco es necesario ser experto en la materia para enterarnos que esta nueva embestida multilateral contra Israel es una estratagema política antisemita, disfrazada de legalidad, que atenta no solamente contra la seguridad regional, sino también contra la seguridad global. Si Israel vulnera su contención defensiva, el alud extremista se desborda sobre occidente. Es una Verdad de Perogrullo.
Prestigio internacional sobre la ética.
Pero si de prestigio se trata toda esta faramalla, haciendo uso de su credencial como adherente de la Convención de la ONU para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, el gobierno sudafricano bien podría exigir una audiencia que le permita demandar una reparación mucho más conciliadora que satisfaga el actual reclamo de los descendientes de Namas y Hereros que sobrevivieron al genocidio en Namibia a principios del siglo XX bajo la administración colonial del Imperio Alemán. Es cierto que, hasta ocho años después de este abominable genocidio perpetrado por el escuadrón del abyecto comandante Lothar von Trotha, la Unión Sudafricana (hoy Sudáfrica) se hizo con la administración de la antigua África del Sudoeste Alemana (hoy Namibia), pero eso no le impide proceder con legitimidad para ganar notoriedad e influencia al menos sobre sus vecinos africanos dentro de la Commonwealth.
Pero el aspirante a profeta sudafricano sabe que no puede serlo en su propio continente.
Lo que parece cierto es que los derechos humanos no son su acicate. Basta ojear la situación endémica de Sudáfrica y de gran parte del África subsahariana para formularnos una sustancial opinión al respecto. Lo cual no hace menos importante la intrepidez de sus acusaciones, aunque se deshaga tratando de probar la intencionalidad de genocidio por parte de Israel. Pues, hay que reconocer que a pesar de estar suscrita a la mencionada convención, no ha habido en la historia de Sudáfrica una comisión de expertos tan flamante y audaz como esta, que haya recurrido así de efusiva a la Corte Internacional de la Haya para solicitar audiencias que faciliten la aplicación de medidas cautelares para prevenir la persecución de minorías animistas y cristianas en Somalia, Mali o Sudán del sur. Pero llama la atención que hablen con mucha propiedad sobre Oriente Medio. Qué desfachatez.
La izquierda antisemita y la liga de las tiranías.
La izquierda contemporánea, despojada de sentido crítico, hace mucho que perdió su brújula moral. Teóricamente secular y progresista, hoy la izquierda internacional no es nada más antisionista o antisemita, sino también esbirra del yihadismo global al igual que los viejos derroteros de la democracia racial sudafricana. Los presuntos herederos de la tesis del nacionalismo multiracial hoy aparecen como discretos paladines de la institución de odio más antigua del mundo, ya que irónicamente quienes desde un principio declararon abiertamente la odiosa acusación contra Israel de practicar el apartheid dentro — y fuera — del Estado judío, fueron justamente connotadas figuras sociales y religiosas sudafricanas como Nelson Mandela y Desmond Tutu, quienes, por cuenta, olvidaron que entrañables judíos sudafricanos (boerejode) desde Ruth First, Ray Alexander Simons, Nadine Gordimer y Olga Kirsch hasta Raymond Suttner, Pieter-Dirk Uys y Joe Slovo, fueron activistas judíos muy comprometidos con la abolición del apartheid sudafricano desde la academia, la política, la literatura y las artes, incluso, dentro del ANC, mucho antes de que esta organización política tomara plenamente el poder en 1994. Tal es el caso de Albie Sachs, quien fungió como el primer presidente del Tribunal Constitucional de Sudáfrica ese año y Ronnie Kasrils, quien ocupó cargos críticos en el gobierno relacionados con seguridad y defensa. Pero también vale la pena recordar el entrañable compromiso de Nat Bregman, primo de Lazar Sidelsky, presidente de la firma judía de abogados Witkin, Sidelsky and Eidelman, a la que Nelson Mandela fue integrado cuando éste era apenas un estudiante y donde logró formarse en los menesteres de la abogacía mientras cursaba estudios de derecho en la Universidad de Witwatersrand.
Es por ello que para esta trasnochada militancia antiapartheid nacida de los escombros del abolido sistema segregacionista, el racismo — en apariencia al menos — no es honroso para la doctrina moral que enarbolan. Eso a pesar de que al soslayo de su triunfo sobre el anterior orden impuesto, el segregacionismo intrafricano se viene acentuando a tientas con el cambio de siglo. Pero, esta suerte de segregación endógena parece que no procede exclusivamente de la odiosa huella del viejo régimen que intentó preservar a ultranza las expresiones políticas tribales de cada uno de los veinte bantustanes, al margen de las hegemónicas instituciones políticas blancas — para, por cuenta, transitar ordenadamente hacia un único Estado unitario o centralizado mediante provincias — sino a causa de las propias relaciones intertribales en esta región meridional africana que se remontan a inicios del siglo XIX con la Difaqane (desplazamientos y reasentamientos forzados) de etnias subsaharianas antitéticas a la hegemónica nación Zulú, que fue llevada a cabo por las fuerzas de Shaka, líder tribal de abolengo Zulú, hasta fines de la primera mitad del siglo XIX. Este suceso histórico es clave, ya que eventualmente finalizando el siglo XIX motivó a diferentes núcleos tribales oprimidos por los Zulú, tales como los Xhosa, de abolengo Nguni, a decantarse por las instituciones modernas de los dos bandos invasores británicos y neerlandeses, respectivamente, durante las dos Guerras de los Bóers. Aunque los Bóers o Afrikáners, que fueron los primeros colonos europeos en Sudáfrica, se convirtieron eventualmente en víctimas de la invasión británica empujada por el infame Cecil Rhodes, la situación de todos los grupos indígenas subsaharianos fue mucho más dramática, ya que finalmente sucumbieron al poderío de las nuevas instituciones foráneas.
La paradoja de esta historia, después de conservar contra todo pronóstico durante décadas la idiosincrasia política tribal en cada una de las patrias negras, como la de KwaZulu de los Zulú, la de Ciskei y Transkei de los Xhosa, la de Bofutatsuana de los Tsuana, la de KaNgwane de los Suazi o la de los Venda, etc. sin asimilarse tempranamente a la institucionalidad blanca, es que cuando a inicios de la década de los años noventa se incorporan al sistema democrático blanco, las desavenencias entre los grupos tribales negros afloraron con mucha violencia, principalmente entre los Zulú dirigidos por Mangosuthu Buthelezi mediante el Inkatha Freedom Party (IFP) y los Xhosa del ANC bajo la égida de Nelson Mandela. Es así como del mismo modo le sucedió a la tribu Nama bajo el liderazgo de Samuel Maharero, quienes, con el propósito de conseguir protección por parte de las huestes coloniales alemanas en el África del Sudoeste Alemana para, por cuenta, poner a raya a la tribu Herero liderada entonces por el icónico jefe Hendrik Witbooi, terminaron ambas sometidas bajo la impronta civilizacional del invasor blanco. Sin lugar a dudas, el genocidio de Namibia y el apartheid de Sudáfrica son resultado de diferentes aristas exógenas, pero también endógenas.
Como podemos apreciar, estas viejas rivalidades interétnicas tienen raíces muy profundas en la historiografía sudafricana que afloraron con la antesala jurídica de las normas segregacionistas de la primera mitad del siglo XX, previas a la Legislación del Apartheid de 1949, lo que podría explicar por qué episódicamente se inflan espíritus etnonacionalistas en contextos de crisis económicas, institucionales y ambientales que propician la xenofobia, el chauvinismo y el etnocentrismo agresivo entre distintos grupos negros de la Sudáfrica del apartheid tardío y del post-apartheid.
Recordemos que el hecho de que los Zulú del IFP se opusieron enfáticamente a las huelgas promovidas por la coalición tribal dentro de ANC, mayoritariamente Xhosa, que pretendía desmontar el sistema del apartheid a inicios de la década de los noventa, revela que no existía un ideario común por parte de la población negra subsahariana de cara a los blancos afrikáneres, ya que para algunos jefes tribales que controlaban los territorios negros denominados “patrias” o “bantustanes”, la preservación de esa división étnico-territorial suponía un mejor margen de maniobra para alcanzar la suficiente autonomía política para plantarle cara al gobierno central blanco del NP. Aunque hubieron excepcionales casos como el bantustán de Transkei a cargo del líder Kaiser Matanzima, de abolengo Xhosa, que sirvió de modelo para los demás enclaves por su buen nivel de administración pública y desarrollo social, paradójicamente la abolición del apartheid no trajo consigo lo que muchas de esas reservas tribales de abolengo Sotho, Zulú, Xhosa, Ndebele, Tsuana, Venda, Tsonga, etc. aspiraban conseguir una vez desarmado y enterrado el infame régimen que procuró el desarrollo segregado — y no conjunto — de los distintos grupos culturales que conforman ese hemisferio del África Austral.
Pero para la clase política sudafricana bajo la égida del ANC, el culpable de este fracaso estructural no pueden ser todos los estamentos de la sociedad sudafricana — y culpabilizar al fantasma del viejo sistema o a los propios Bóers no parece políticamente correcto — por eso recurren a algo más allá de su órbita de responsabilidad: Israel, el presunto aliado de los artífices del otrora sistema de segregación racial, cuando desde su instauración muchos judíos locales se opusieron no solamente desde el seno de la sociedad civil sudafricana, sino también desde la fundación de Israel como Estado en 1948, que lo condenó con vehemencia en varias ocasiones ante la ONU.
Entonces, ¿Por qué Israel?
Obviemos la afinidad del ANC con Hamás, una organización terrorista que en su Carta Fundacional declara sin tapujos su deseo genocida contra los judíos. En eso Julius Malema, formado desde joven bajo la venia ideológica del ANC, no guarda equidistancia entre “From the river to the sea” y “Kill the boer.”
Quizá este súbito ensañamiento contra Israel (contenido desde hace décadas) sea porque el joven Estado judío, a pesar de condenar públicamente el apartheid, no escatimó relaciones estratégicas con el gobierno del NP bajo el mandato de ministros de la talla de Daniel Malan, Hendrik Verwoerd y Pieter Willem Botha, precursores y arquitectos del apartheid desde 1948 hasta 1989 — condena no muy distinta a la del Ayatolá Jomeini quien reprobó la relación de Israel con el Sah Mohammad Reza I hasta 1979 — aunque hoy escondan que sin el entusiasmo de Frederik de Klerk, quinto sucesor del NP después de Daniel Malan, quizá Nelson Mandela no hubiese reunido las condiciones favorables para alcanzar esa centralización política que hoy goza la clase política de Pretoria.
Lo de las relaciones diplomáticas con el NP de Sudáfrica, así como con el CPSU de la Unión Soviética durante el hostil gobierno de Stalin eran necesarias para un país judío recién nacido en medio de un vecindario refractario al derecho de autodeterminación del pueblo judío. La sólida cooperación estratégica en cuestiones de seguridad que desde la segunda mitad de los años cincuenta afianzó Israel con Irán, luego de la caída de Mohammad Mosaddeq, además del petróleo bombeado a través del Oleoducto Iraní-Israelí que desde 1968 hasta 1979 tuvo su mayor repunte mediante una alianza estratégica comercial (Joint Venture) con la Dinastía Pahlaví, no fue para poco. Si planteamos la premisa de que ningún país es autosuficiente y depende siempre de otros actores geopolíticos, el caso de Israel no podría ser nunca una excepción, menos considerando su temprano nacimiento, su singularidad como única nación judía en Medio Oriente y las amenazas existenciales de origen que la rodean. Recordemos cómo en 1952 el recién proclamado Estado de Israel se miró en la necesidad de aceptar con pragmatismo (Realpolitik) la compensación financiera de Alemania Occidental durante el gobierno de Konrad Adenauer, en medio de una peculiar crisis interna que hizo colapsar todos los servicios públicos como el agua y el gas: la primera Aliá, mediante la Ley de Retorno de 1950, que sin parangón desbordó el programa de internación de judíos, al fragor de acalorados debates morales entre David Ben-Gurión y Menájem Beguín.
Pero así, una vez más, podemos afirmar cómo el antisemitismo funcional sigue siendo efectivo después de 2000 años, dado que en la Conferencia de Durban celebrada en 2001, fueron los mismos activistas del ANC quienes no solamente se arrogan la dirección del programa de la cumbre hacia tópicos como la supuesta “ciudadanía de segunda clase de los árabes en Israel”, sino que además retoman la abrogada resolución de la ONU de 1975 que compara al sionismo con el racismo, a pesar de haber sido derogada y debidamente anulada diez años atrás en 1991. Pero buen chasco el que se llevó el comité organizador de Durban. Ninguna de sus tendenciosas argucias procedió.
Pero no olvidemos a la izquierda israelí de los Kvutza, los Kibutz, los Moshav, la Haganá y la Histadrut — Sí, esa airosa izquierda judía desestimada por la Internacional Socialista por ser sionista — que no sólo fue injustamente desdeñada por la Unión Soviética desde que Stalin asesinó a judíos socialistas como León Trotsky y Solomón Mijoels e intentó purgar el liderazgo judío en el seno de la URSS, encarcelando a líderes judíos como Rudolf Slánský, secretario del Partido Comunista de Checoslovaquia y a decenas de militantes judíos del Poli Buró, sino también por las presiones burocráticas de Moscú fuera de la órbita soviética, como el ruin intento de Willy Brandt, presidente de la Internacional Socialista (IS) y de Bruno Kreisky, canciller de Austria, de deslegitimar al Partido Laborista de Israel (HaAvodá) al demonizar al sionismo (el derecho de autodeterminación del pueblo judío) con epítetos de racista y supremacista con ayuda de capciosas resoluciones de la ONU, que, como bien sabemos, fueron aprobadas durante la secretaría del coterráneo y correligionario Kurt Waldheim. Así fue como el HaAvodá, partido aglutinador de la izquierda israelí, fue marginado y excluido de prácticamente todas las reuniones oficiales de la IS, al mismo tiempo que la nueva dirigencia de la Internacional se decantaba cada vez más por la lucha guerrillera de la OLP liderada por Yasser Arafat, quien presuntamente persiguió la creación de un Estado palestino laico bajo la bandera del socialismo árabe o el panarabismo emanado del Baazismo y el Nasserismo, una pretensión política que contradecía aquella enfática afirmación suya de que la Liga Árabe traicionó la causa de los árabes-palestinos. Después de las dos intifadas, la toma israelí de la Mukata y posterior muerte de Arafat en 2004, quedó evidenciado el doble cuño con el que el líder de la OLP jugó con los países árabes y con Israel. Con occidente, especialmente con Estados Unidos, siempre aplicó la Taqiyya en los Acuerdos de Oslo, en el Acuerdo de Wye River y finalmente en el Camp David II del año 2000.
Pero esta izquierda judía — la única izquierda exitosa del mundo desde la independencia hasta bien entrada la década de los ochenta — siempre abogó por la autodeterminación laica palestina. Menuda ironía, porque el pogromo del Sábado Negro perpetrado por Hamás hirió justamente el corazón cooperativo de los israelíes solidarios con la causa territorial — no la causa religiosa — de los árabes-palestinos, desde antes de la fundación del Estado de Israel en 1948. Con decenas de granjas colectivas (kibutzim) dispersas a lo largo de la frontera con Gaza, el distrito sur de Israel siempre fue el bastión del sionismo socialista que incluyó sin miramientos dentro de sus sindicatos a miles de trabajadores agrícolas árabe-palestinos, en su mayoría provenientes de la Franja de Gaza.
Siendo crónica aliada del proteico antisemitismo, recientemente la izquierda internacional justificó a ultranza actos deleznables como el lanzamiento de misiles de corto alcance — suficientes como para matar y destruir inmuebles de los kibutz — en contra de civiles israelíes sureños que desde hace 15 años fueron copiosamente disparados desde infraestructuras híbridas (civil-militar) instaladas en barrios de Gaza. Pero al mundo debería darle vergüenza normalizar cosas así. Me parece que ese tipo de naturalización podría explicar la poca importancia que algunos sectores “progresistas” les dan a las vidas judías de Israel.
Desconocer deliberadamente que la planificación y ejecución de las razias en los Kibutz del distrito sur de Israel y la masacre del festival Tribe of Nova en el Néguev no fueron tentativas de genocidio por parte de turbas terroristas que ingresaron violando las vallas inteligentes de vigilancia aquel sangriento 7 de octubre del 2023, es una omisión episódica que se remonta a los pogromos cristianos durante la Europa medieval, a los pogromos zaristas durante la Rusia Imperial y a los pogromos nazi durante el régimen nacionalsocialista en Alemania, donde la banalización de estos sucesos fueron la norma. Pero negar tácitamente este último pogromo islamista, partiendo intencionalmente el relato acusatorio justo a partir de la puesta en escena de las misiones selectivas y específicas (apegadas al derecho internacional humanitario, por cierto) de la Operación Espadas de Hierro: es una hiriente triquiñuela antisemita por parte de los expertos sudafricanos.
Así como el yihadismo, el antisemitismo es un dispositivo doctrinal impulsivo. No es racional ni es amigo del rigor y por eso embona con maleabilidad en el lenguaje político de cualquier militancia ideológica. Desde izquierdistas, derechistas, islamistas, pseudocientistas, etc. han instrumentalizado un concepto ahistórico del judío para catapultar sus agendas. Por esa razón no sorprende que el chivo expiatorio sea, una vez más, el espectro judío en su laxitud colectiva y abstracta. En este caso, Israel: epítome de todas y cada una de las injustas atribuciones históricas achacadas al judío. ¿Casualidad? No. No por poco el antisemitismo es la doctrina de intolerancia más rancia de nuestra civilización. Es mucho peor que el racismo en sí mismo. Es tan profundo y primitivo, que ni siquiera permite a muchos líderes del mundo, refractarios o detractores de Israel, reconocer los males endémicos de su propio lugar cuando increpan incriminaciones odiosas contra el único país judío de Medio Oriente.
Pero estos males no son cualquier mal estructural, pues, como podemos apreciar, no es azaroso que sean precisamente aquellos que contravienen la moralidad acusatoria de quienes dicen predicar en contra de estos: racismo, segregación, xenofobia, genocidio, etc. Miremos el doble rasero de Cyril Ramaphosa y de Julius Malema quienes, sin pruebas, se toman la libertad de condenar a priori un genocidio teórico en Gaza, al mismo tiempo que existe un genocidio probado en Darfur. Que, al igual que el riesgo de genocidio de los Boers en Sudáfrica, no los condenan.
Este antisemitismo diplomático o judicialista (Lawfare) parece ser el recurso propiciatorio de cualquier racismo doméstico. Es un magnífico ardid de los enemigos de Israel. Según parece, es un atajo muy útil para desviar la atención de los males de estos gobiernos y sus países. El actual gobierno sudafricano es un deplorable ejemplo de hipocresía. Pero que no nos sorprenda que sea aquel grupúsculo dentro de la liga de las tiranías, una vez más, el que mueve los hilos de este monigote. Es el triunfo del servilismo político sobre la ética. Qué faramalla.