Herculine Barbin y la sensualidad de los Huaorani.
Desde los albores de la modernidad occidental, especialmente desde la impronta de la ciencia moderna en la postrimería del siglo XV hasta las entrañas del siglo XIX, temas tan intensos como la sexualidad, el género y la corporalidad fueron colocados sin la menor consideración de particularismo cultural ni complejidad simbólica sobre la balanza universalista del conocimiento moderno. Es así que desde el renacimiento con el método empírico-analítico, cualquier noción sobre la sexualidad, sesgada por la anatomía, la fisiología o la cinestesia, fue abordada desde un reduccionismo cientificista sin parangón, que soslayó tintes y matices poco conservadores de aquellas sociedades que se encontraban fuera de sus determinismos.
Durante los siglos XVII con el racionalismo y eventualmente el siglo XIX con el positivismo, la epistemología dualista que separa la naturaleza de la razón, se asume como cuño metodológico para la sistematización y dominio de la naturaleza y de lo social en su conjunto. Desde el siglo de las luces, las ciencias naturales (incluyendo la biología, la medicina o las ciencias de la salud) y las sucesivas ciencias humanísticas, son pretendidamente abordadas con los métodos universales de las ciencias físicas (duras), para, por cuenta, atribuirles un cuantificable valor de objetividad, descuidando otras dimensiones cualitativas concatenadas.
Esto podría explicar por qué en los paternalistas modelos clínico-sanitarios con vocación curativa de inspiración decimonónica, muchos carecen de una asistencia interpretativa intercultural que pueda reconocer la justicia epistémica, misma que favorece un diálogo con la medicina tradicional (LINKS) y un tratamiento igualitario y desprejuiciado con la noción de corporalidad que tienen los pueblos indígenas. Por ejemplo, la sensualidad relacional (Casa Larga) y la homosexualidad amerindia (Two-Spirit) en sociedades indígenas.
La cuestión.
A estas alturas, gracias a ciertas corrientes teóricas y epistemológicas en la antropología, la etnología, el psicoanálisis y la sociología, se han replanteado estos temas procurando no dar un paso en falso sobre el minado camino del etnocentrismo y la estrechez del ideario biologicista. Desde el construccionismo social y el constructivismo social, por ejemplo, surgidos a mediados del siglo XX, se desprenden una serie de corrientes sociales, políticas e ideológicas que ponen la última palabra en manos de la cultura, la subjetividad colectiva e individual, como expresión extragenética de nuestra especie.
En el seno de la sociedad occidental, la posición de pensadores y científicos sociales que le plantaron cara al discurso sexual dominante, reforzaron aparatos interpretativos que apelan al respeto de la experiencia subjetiva de la corporalidad, que, más allá de un simplismo contestatario, sus interpelaciones desembocan en pronunciadas reivindicaciones dentro del espectro queer. Esto es comprensible — y hasta razonable — cuando advertimos que son sociedades que históricamente rigen la salud pública desde entidades hospitalarias con paradigmas médicos monolíticos y excluyentes, que generalmente son fiscalizados por grupos de presión o legislaciones muy conservadoras.
Muchos ámbitos en el marco de la salubridad, como la obstetricia, el aborto terapéutico u otro tipo de interrupción (nótese: médica y legal) del embarazo. La congelación de óvulos o espermas para preservar la fertilidad o la postergación de la crianza, la gestación subrogada, la histerectomía, la nulificación genital o en casos quirúrgicos revolucionarios como la faloplastia, la vaginoplastia o la metaidoplastia para asistir el tratamiento de la disforia de género, aún siguen atravesados por agresivas políticas sexistas o por resabios de moral ortodoxa.
Ese revisionismo bioético no es fortuito, ya que aparentemente se sostiene sobre discursos opresivos como el patriarcado, la homofobia, el fundamentalismo, el esencialismo y los discursos biologicistas o naturalistas de la tradición judeocristiana y la ciencia moderna.
Mi intención no es provocar el debate sobre las otroras prácticas sexuales a lo largo de la civilización occidental, tanto en el período clásico como en el romano, mismas que hoy podrían poner en entredicho el recalcitrante conservadurismo del viejo mundo europeo.
Lo que me interesa es exponer, grosso modo, cómo la modernidad científica [en su amplio sentido ontológico] transgrede el inmanente tejido epistémico de la cosmovisión aborigen, especialmente su ontología sexual/sensual, mediante el discurso de la constitución biológica/psicológica del individuo sexuado. Y, uno de los puntos que llama mi atención — y del que quiero partir — es precisamente la constitución de la identidad sexual como principio estructurador de la personalidad. Es decir, el aparente vínculo indisoluble de la identidad individual con la adscripción sexual.
Esta aventurada ideología de la modernidad occidental y, concretamente del positivismo cientifista, ha desplegado su disonante eco dentro de diferentes disciplinas humanísticas desde Freud, Lévi-Strauss, Mead, Lacan, hasta sufrir una súbita sacudida con Foucault, quien desde el campo del estructuralismo le heredó al pensamiento occidental contemporáneo una dimensión crítica de la sexualidad en el complejo entramado de las relaciones de poder.
Si partimos de aquí, esa obsesión totalizante es merecedora de ser cuestionada. Pues, al arrogarse el lujo de categorizar sobre un relieve plano las construcciones simbólicas que muchos pueblos tienen sobre su idiosincracia sensual y que, en su mayoría ni siquiera contemplan el sexo biológico como un aliciente fundamental para el desarrollo de la personalidad, es abusivo.
Aparentemente esta percepción se cruza entre los rieles del purismo biológico y la incidencia de las ciencias de la salud sobre los roles sexuales, a partir de sesgos desde la fisiología, la anatomía humana y la medicina reproductiva.
En ese sentido, la masculinidad, la feminidad u otra variable subjetiva que pueda culturalmente desprenderse de ambas, concebidas con natural desenfado en milenarias sociedades indígenas del mundo, sobre todo, aquellas que desconocen la concepción genérica binaria: quedan fuera de esa idea moderna de roles que está cobijada bajo aparentes criterios seculares.
Sobre todo porque la globalización económica, la galopante sociedad de mercado y el Estado-nación, orillan a estos sujetos colectivos aborígenes a incorporarse al asistencialismo dominante mediante la desterritorialización, amañadas políticas públicas y capciosos censos que los constriñen a soportar tratos discriminatorios y desiguales incubados durante décadas en esa emergente institucionalidad diseñada por incipientes aparatos estatales, bajo la égida occidental.
Tanto en América, como el Sudeste asiático, en África y Oceanía, los diseños clínico-sanitarios son desiguales con los sistemas de género indígenas y con la noción de la corporalidad de las culturas originarias.
Si no, preguntémonos:
¿En ese diseño asistencial cabe el Berdache de los Ojibwa, el Mahu de Tahití, el Nádle de los Navajo, el Hijra en la India, el Machi de los Mapuche, el Muxe de los Zapoteca o el Bakla de los Filipinos?
Otras cuestiones, además de la construcción simbólica de la sensualidad, el género y todo lo que gira alrededor de la sexualidad; están las iniciaciones ritualizadas, las pautas funcionales y los tabúes. Dichos constructos cognoscitivos son dispositivos que garantizan equilibrio social, pero estos solamente pueden cristalizarse en el terreno primario de la cultura. A merced de condiciones ambientales, el rol del individuo con base en su condición etaria o asignación social, la división sexual del trabajo, los imaginarios sociales, los mitos fundacionales, la espiritualidad, la ecología, el consumo local o las relaciones de parentesco, todo emana de la cultura.
Es de esta manera que se rige la liminalidad de los sujetos. Es decir, que así es como regulan la iniciación de los individuos, la realización de sus potencialidades y los límites, sin que estos transgredan o alteren el tejido sociocultural de la colectividad.
Asumimos que cada cultura crea sus propias normas sexuales y sus propias nociones eróticas del cuerpo, ya que este es un principio de otredad que nos diferencia del habitud sensual del otro. Por ello es ostensible que la atávica diversidad erótica de muchos pueblos milenarios sorteó, durante un largo tiempo, esa ciencia moderna plagada de criterios puramente biologicistas. Hasta el arribo del colonialismo.
Aunque los beneficios de la medicina moderna indudablemente contribuye a la salud de la especie humana, no podemos decir lo mismo de los arraigados prejuicios del determinismo biológico, implícitamente aplicado en las políticas de salud pública. Basta revisar qué sectores engrosan las tasas de mortalidad y morbilidad en sistemas sanitarios del sur global para enterarnos de la concepción bioética profundamente sexista, racista y reaccionaria que la corroe.
Que hoy día el prisma cientista de la civilización moderna se arrogue el papel de censor moral, es discutible.
El drama de Herculine Barbin.
Un ejemplo de cómo la modernidad científica ha permeado despóticamente con estos discursos reduccionistas sobre la construcción de la sensualidad, es el trágico caso de Herculine Adélaîde Barbin (Francia, 1838–1868).
Herculine tuvo una infancia con muchas carencias, pero su desventura no fue su condición socioeconómica, sino su condición intersexual. Le tocó vivir una época en que la modernidad europea transitaba entre el desarrollo imperativo de las ciencias positivas, las ideas políticas progresistas (principalmente el derecho civil en el jurismo ilustrado y una nueva forma de existencia social basada en el individuo binario, liberal, racional y positivista) que anacrónicamente arrastra resabios de la otrora organización estamental y ciertos valores confesionales.
Durante su infancia y pubertad no tenía definido un aspecto masculino ni femenino, por el contrario, su apariencia física era claramente andrógina. Pero lo más revelador fue que en la adultez tenía una indefinición en las gónadas, que exponía una pequeña vagina y un minúsculo pene con testículos.
La confesión de su ambigüedad genital a un connotado obispo de la municipalidad de La Rochelle, de nombre Jean-François Landriot en el año 1860, desencadenó la tragedia. Luego de un exhaustivo examen médico que le practicó ese mismo año un tal Doctor Chesnet y, por si fuera poco, un dictamen legal que definió que Herculine es de sexo masculino, todo esto repercute drásticamente el rumbo de su vida.
Herculine gradualmente abandona a su pareja, su trabajo, su vida social y a su familia y termina suicidándose ocho años después en 1868.
Sus memorias, casi un siglo después, fueron objeto de intensos debates en torno al discurso sexual del poder por filósofos como Michel Foucault y Judith Butler.
La sensualidad compartida de los Huaorani.
Pero estos discursos y prácticas suelen llegar de múltiples formas, muchas veces de modos pasivos y violentos.
En la amazonía ecuatoriana habita un milenario pueblo originario conocido como Huaorani. Ellos están asentados entre los ríos Curaray y Napo, algunos viven en los ríos Yasuní y Cononaco, al oriente de Ecuador.
Desde hace muchos años los Huaorani se han tenido que enfrentar no sólo a recientes procesos de colonización, sino también a la invasión de discursos fundamentalistas traídos por misioneros protestantes que han ido menguando sus particulares prácticas sensuales mediante la pujante evangelización.
Esta cruzada responde a los agresivos proyectos de reubicación para favorecer intereses de un puñado de conglomerados petroleros nacionales e internacionales que explotan el subsuelo de sus tierras, ricas en yacimientos de crudo.
La modernidad lleva consigo en el discurso de la moral occidental no solo el esencialismo biológico, sino la idea misma del desarrollo de la personalidad individual como base inherente de la identidad sexual, provocando por defecto, un desequilibrio en la subjetividad relacional de la sensualidad Huaorani. Esto aunado a la idea moderna del desarrollo social, los beneficios estatales mediante políticas asistenciales y el supuesto progreso económico que transgreden no solamente el antiguo ecosistema natural, sino todo el ecosistema simbólico-subjetivo de los Huaorani.
A pesar de eso los Huaorani resisten a la dominación e imposición de estos relatos opresivos de la civilización occidental. Muchos aún viven en chozas que están relativamente cerca de los ríos y usan sus huertos tradicionales para la siembra de tubérculos, raíces y otros cultivos endémicos. Pero principalmente viven de lo que les provee la selva mediante la caza, la pesca y la recolección.
Su vida espiritual está estrechamente ligada a la selva, por lo que para ellos no hay una marcada diferencia entre el mundo físico y el mundo espiritual. Su espiritualidad es biosférica, lo que significa que su cosmovisión está compuesta por una taxonomía biológica interdependiente que enriquece sus conocimientos ecológicos y por eso gozan de una rica farmacopea milenaria, como muchos otros pueblos amazónicos.
A sus chozas las denominan “casas largas,” son de organización uxorilocal y en cada una de estas conviven individuos consanguíneos y no consanguíneos. La estructura de parentesco la conforma, primero, una pareja mayor, pero en cada casa larga pueden vivir sus hijas casadas, los hijos de sus hijos o hijas, indistintamente, incluyendo a sus hijos solteros.
Esta tribu durante mucho tiempo escapó al reduccionismo de la sexualidad de la sociedad moderna, ya que para ellos no existen presuntos roles de los sexos a la usanza de la venia occidental.
Para los Huaorani la sensualidad no está determinada por los genitales o el coito propiamente dicho, como tampoco es exclusivo de la heterosexualidad. No sexualizan la sensualidad, pues, los placeres del cuerpo no se distinguen de otros afectos y placeres cotidianos como dormir juntos, compartir el alimento, acariciarse, quitarse los piojos, darse masajes y besos, arrullarse, estimularse sensorialmente mediante una ancestral reciprocidad sensual sin consideraciones cronológicas, genéricas o de algún tipo de poder.
Eso es lo que ellos entienden como “bienestar común de la casa larga.”
En esta cultura no existe una noción conservadora de la sensualidad, como tampoco categorizaciones estrechas que diferencien unos comportamientos sensuales de otros. De este modo se deshace cualquier situación estructural que comprometa la tácita dinámica cotidiana.
En este entramado simbolizaciones sensuales, tanto niños, adolescentes, adultos y ancianos participan cotidianamente en la sensualidad colectiva, ya que en su habitud no existe algún prerrequisito para la madurez de su capacidad sensual. La sensualidad es inherente al individuo que nace en esta sociedad tribal. Más bien, existen requerimientos de otro orden que se limitan a otras asignaciones sociales, pero no a la sensualidad compartida de la casa larga. Por tanto, es una sensualidad relacional.
Tampoco es determinante la atracción sensual entre hombres y mujeres, ya que es inexistente el principio nuclear de la heterosexualidad, salvo para la reproducción puramente sexual.
En este ámbito, los hombres tienen el consentimiento doméstico para practicar el coito con mucha naturalidad con la misma mujer (siempre y cuando pertenezca a la misma casa larga y que los hombres sean hermanos del marido), ya que la mujer necesitará de varias inseminaciones para poder alcanzar el embarazo.
Para ellos, tanto la compartida sensualidad y la alternancia en la relación reproductiva que asegura la parentela, son solamente otros de los magníficos dispositivos domésticos de los que son acreedores para sostener entre todos la economía de la casa larga, pues, como podemos apreciar, se comparten, complementan y colaboran en todas las dimensiones de la vida.
A la mentalidad occidental le resulta complicado comprender que existan grupos humanos que no sexualicen sus vínculos íntimos, como la sensualidad sin coito de los Huaorani, sobre todo porque en nuestra sociedad individualista y sexista, tanto la sensualidad como la sexualidad, se encuentran incrustadas en el imbricado drama de las relaciones de poder.
Por esta razón la anteojera de la monogamia heteronormada, el patrón heterosexual en la familia biparental, el juicio totalizador del incesto, el erotismo coital enquistado en la sensualidad, aunado al dualismo moral de la tradición judeocristiana; son solamente algunos de los dispositivos civilizatorios de esta violenta empresa doctrinal orquestada por misioneros evangélicos en tierra ancestral de los Huaorani.
Así, cual suerte de paradoja, la modernidad científica entra aliada a este relato fundamentalista para cumplir su moderno papel universal. Es un discurso híbrido entre secularismo progresista y confesionalismo esencialista que no da tregua a otras formas preexistentes de ontologías sensuales.
Estoy seguro que si Herculine Barbin hubiese nacido entre los Huaorani, indudablemente experimentaría libremente su sensualidad como un individuo intersexuado, sin restricciones a su género ni a su especial constitución genital.
Dentro de su casa larga le daría de comer a sus semejantes carne de mono o mandioca cocida en la boca. Luego del quehacer cotidiano, se acostaría plácidamente en una hamaca compartiendo caricias, acicalamientos, juegos, arrumacos y cantos con niños y adultos en un torbellino de sensualidad compartida: como un sujeto autónomo, autorrealizado en su corporeidad, sexualidad, sensualidad y con plena realización de todas sus potencialidades.
Publicado el 31 de diciembre de 2011.